"El misterio del OSNI", por Alberto Enguix
- Escrito por Alberto Enguix
Las salidas de pesca embarcado que se proponen para los turistas en Punta del Este, no suelen despertar elogios entre los aficionados exigentes. No hay allá, y sospecho que nunca hubo, auténticos guías de pesca, de modo que todo se reduce a salir a cualquier parte, anclar, y dejar que el tiempo transcurra, haya o no pique.
Ni soñar con que el patrón de la lancha, acicateado por su amor propio –que es obvio que lo esconde empeñosamente en su más íntimo interior-, cambie de lugar con frecuencia en busca de los a veces esquivos cardúmenes. Mate, factura y reposo, mucho reposo, es la receta oriental. Con esa filosofía de vida es posible vivir cien o más años, y sin achaques.
De modo que cuando un amigo pescador me propuso llevar su lancha durante el verano esteño, adherí sin retaceos. El libreto a cumplir en cada salida sería variado: el Pozo de Lauro, un waypoint a un par de millas al sur de la caldera, las cercanías de El Monarca y milla y media al sur de las Piedras del Chileno son puntos neurálgicos que suelo visitar, y siempre en alguno de ellos se puede embolsar una buena cosecha, sea de brótolas tan gruesas y grandes como bobas para resistirse, corvinas rubias más que aceptables o pejerreyes de lomo esmeralda de muy buen aspecto y mejor gusto al freirlos.
Yo, sin embargo, tengo un recuerdo recurrente. Cierta tarde algo desapacible, el año anterior, fondeado con un crucero grande a escasa distancia al norte de la isla Gorriti, algo parecido a un misíl se me prendió en un minúsculo anzuelo con el que estaba sacando variada de pequeño porte. Luego de varios rushes escalofriantes, arrancándome hilo del reel con una velocidad alucinante, logré arrimarlo a la plataforma de popa, para encontrarme cara a cara con un tiburón martillo de unos quince kilos.
Desprovisto de bichero, intentamos con el marinero del barco pasarle desde la planchada de popa un cabo estrangulador por la cola, mientras el bicho se revolvía frenéticamente y nos empapaba de pies a cabeza. Pero el anzuelito, que estaba trabado entre sus dientes superiores, no estaba dispuesto a colaborar y cedió, liberándolo. Posteriores indagaciones en la banquina de pescadores profesionales me confirmaron que la presencia de martillos en esa área no era una excepción.
Así que, con esa cuenta pendiente, una mañana muy ventosa propongo que anclemos la lancha al abrigo de la isla, y que intentemos la variada con carnadas un tanto grandes; tal vez tengamos suerte y aparezca un hermano o primo de aquél martillo. O mejor aún, quién sabe, el papá o la mamá.
Decido entonces acercarme a las piedras al norte de la Gorriti, frente a La Mansa, y fondeo por la popa, con mucho cabo, además del par de metros de cadena conectados al ancla. Iniciamos la pesca en unos cinco metros de sondaje, con bastante pique de corvinas medianas.
Como un par de horas después, distraido por las continuas capturas, recién me doy cuenta de que la popa está demasiado baja, la cubierta cerca del agua y el pozo del motor fuera de borda semi-inundado. Alarmado, inspecciono la sentina, pero no hay rastros de agua. Entonces ¿qué es lo que sumerge a la lancha? Pido a la tripulación que se desplace hacia proa, pero para mi sorpresa el apopamiento no varia ni un milímetro.
Nos encontramos en una incomprensible situación. Pequeñas olitas invaden el cockpit en cantidades mínimas, superando el borde más alto del espejo de popa. A todo esto el cabo del fondeo está tan rígido y tirante como si fuera una vara de acero. Pero el descubrimiento que sigue supera toda mi experiencia previa. Desde la popa, a babor y estribor, sendas estelas se abren hacia afuera y hacia la proa.
Inaudito. No cabe la más mínima duda. ALGO, en las profundidades, enganchado tal vez en el ancla o en la cadena, nos está remolcando, lentamente, CONTRA la corriente y el viento. Sucesivas marcaciones visuales a los árboles y piedras de la cercana costa de la Gorriti lo corroboran. Avanzamos a regular velocidad y sin descanso en reversa bajo la innegable potencia de un ALGO que no cabecea ni propaga golpes. Se mueve sereno e imperturbable. Pero ¿qué es ese ALGO capaz de superar incluso a la corriente?
Con grandes precauciones nos preparamos para ceder, súbitamente, unos cuantos metros de cabo. Puede ser una forma de liberarnos del ALGO. Ato el chicote a la otra cornamusa de popa y, con enormes esfuerzos de tres de nosotros, cobramos un par de metros de cabo y soltamos en forma brusca la curva inerte, el seno, entre nuestras manos y la cornamusa hasta ahora activa en popa.
Por un brevísimo instante el espejo de la lancha emerge, pero en segundos, no más, el cabo se templa hasta expeler múltiples gotitas, como estrujado, y se tesa con violencia apenas amortiguada por el estiramiento del mismo. La lancha vibra y se zarandea.
Otra vez estamos embarcando agua por popa, mientras el misterioso ALGO nos sigue remolcando contra viento y marea. A bordo, total desconcierto. Aunque nos armamos con dos filosos cuchillos listos para que, si las cosas empeoran, cortemos el cabo y así nos libremos de la inédita pesadilla.
Desecho la idea de poner el motor en reversa, porque hubiera agravado la inundación, con el riesgo de hacerle una bufanda a la hélice con el cabo. De golpe, igual que como había empezado, el ALGO se desprende, la lancha se nivela, y todo vuelve a la más absoluta normalidad. Han sido como quince o veinte minutos de desorientación y sorpresa. De inmediato levamos el ancla, con la esperanza de que un estudio forense de la misma nos devele el misterio del ALGO.
Pero esta ancla es la más muda y autista del universo. Ninguna huella sobre sus mapas, salvo algo de lodo. Tampoco en la cadena. Nos quedamos mirándonos en silencio. Pensamos “… una tortuga … ¿una carey?... las aguas esteñas no son las de las Galápagos ...”. Nos volvemos al puerto y no comentamos el hecho con nadie porque ¿quién va a creernos?
El ALGO era, evidentemente, ALGO. Nunca sabré de qué se trató. Los ufólogos, contentos. A los supuestos platos voladores habrá que sumar ahora la existencia de un movedizo y forzudo OSNI (objeto sumergido no identificado ... ignoto morador escondido en las semisalobres aguas charrúas.
Alberto Enguix
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