"Bombarderos japoneses", por Alberto Enguix
- Escrito por Alberto Enguix
Para un pescador deportivo, un auténtico cañero digamos, espineles, redes y trampas son consideradas como artes de captura sacrílegas, San Clemente, 1953pero hay que reconocer que la humanidad las viene usando con propósitos alimenticios (y porqué no pecuniarios), desde los albores de la civilización, y de hecho muchísimos pueblos se han y se siguen nutriendo hoy mismo con el producto logrado con esas cosechadoras ícticas a escala industrial.
De entre sus múltiples variantes se conoce como trasmallo a una larga y estrecha red rectangular plana, de poca altura, en medio de la cual se ha cosido una especie de ancha y prolongada bolsa, como una media, de malla o trama más fina, llamada copo. De sus cuatro bordes el largo superior tiene boyas plásticas o de corcho a intervalos regulares, y el inferior lleva esparcidos trozos de plomo; en ambos extremos, sensiblemente más cortos, sendos palos rígidos, maniobrados verticalmente, sirven no solo para extenderla de arriba a abajo, sino para remolcarla o amarrarla a la costa o bien anclarla al fondo acuático.
Puede actuar en forma pasiva entonces, sujeta e inmóvil por esos extremos cortos , o bien ser accionada como un colador por la acción de un grupo humano que transita por la orilla o en las aguas cercanas a ella, de poca profundidad, mientras el otro extremo se confía a los más fuertes y buenos nadadores, porque la mueven lejos de la costa, donde apenas hacen pie.
Franco, un hombrote cálido y locuaz, oriundo de los pagos del Tuyú, sabe mucho acerca de trasmallos y, siendo yo un jovencito ávido de conocimientos, me transmite –allá lejos y hace tiempo, tal lo que titulara Guillermo Hudson- muchos de sus secretos. Por ejemplo, pasando el trasmallo en la manera tradicional, paralelo a la costa, los lances deben ser siempre a contra corriente, justo lo que demanda el mayor esfuerzo del equipo de pescadores.
La razón es que, arreados los peces por los laterales planos de la red -los batidores-, finalmente se encaminan al copo central, desde el cual les resulta casi imposible escapar. Por lo tanto, al llevar el trasmallo contra la corriente, a los peces les cuesta mucho remontarla para adelantarse al mismo y recuperar su libertad. En el mar, me dice Franco, solamente las burriquetas suelen tener la fortaleza y velocidad para lograrlo; casi todos los demás terminan enredados en el copo, y de ahí van a la sartén, al chupín o a la empanada.
Excepción, las lisas, que siempre se fugan del trasmallo de Franco y de sus colegas de la manera más burlona que se puede uno imaginar: saltando por arriba de los batidores. Y esta evasión aérea, una y otra vez, la repiten en el ultimísimo minuto, cuando ya la red está en la playa seca. La rabia que provoca esta estrategia no tiene límites y mi papá, uno de los entusiastas rederos, también participa de esa frustración. Ya en la orilla, al abrir el copo, no queda siquiera una sola lisa; varias decenas se acaban de escapar ante las mismísimas narices de todos.
En San Clemente hay, cerca de donde veraneamos, un invernadero atendido por varias familias floricultoras japonesas que apenas si hablan castellano. Cierto día, uno de los chicos de ellos, que a veces me provee carnadas para mi caña, me lleva hasta el furgón que acababa de llegar desde Punta Rasa, donde habían estado usando su trasmallo. Con enorme sorpresa noto dos grandes cajones llenos de lisas.
Le cuento a mi papá y él, de puro intrigado –y chusma-, les pide a los floristas que lo inviten cuando vayan de vuelta a pescar lisas. Le dicen que sí, y que la paga consistirá en una ecuánime distribución de la pesca entre los rederos que accionen el trasmallo. De modo que, llegado el momento, yo voy con mi caña y mi papá -en el mundo opuesto- se une a los pescadores de red, camino a la ría aledaña.
Emplean varios autos formando un grupo muy locuaz (desde luego intraducible), donde abundan las mujeres y los niños. Supongo que se trata de una especie de camping familiar: los hombres a cinchar y el resto de sus familias, al ocio y la diversión.
Craso error.
En el primer lance pasan la red en las aguas barrosas de la bahía, esquivando o pisando docenas, qué digo, miles de cangrejos, a contra corriente. Mientras, mujeres y niños caminan por la costa seca acompañando la redada con la vista. Luego de un tiempo, el que oficia como jefe da una orden, y el grupo de aguas adentro comienza a adelantarse al otro, girando hacia la playa en una maniobra envolvente.
En cuanto están todos con el agua a la cintura y a la par, comienzan a salir tan rápido como pueden del agua. Hasta ahí, nada novedoso. Yo sé que, en segundos apenas, el agua entre los batidores va a ir agitándose cada vez más –las lisas, por supuesto- y que a continuación comenzarán los saltos acrobáticos, y una a una se les van a escapar.
Pero no ocurre así. Mientras los hombres sacan cada vez más hacia tierra los batidores, y más revoltijo se arma entre ellos, las mujeres y los chicos se acercan, metiéndose en el agua y, con inesperado frenesí, comienzan a recoger ininterrumpidamente arena y barro del fondo, a sus pies, formando pelotas con las que bombardean densa y furiosamente el interior de la red. Todo esto acompañado con un infernal griterío, como si fuera un malón amarillo o una síntesis de las legendarias hordas de Zeros de Yamamoto en Pearl Harbour vociferando ¡tora, tora, tora!.
Tan grande es la conmoción que originan, que apenas una o dos lisas alcanzan a saltar, y creo que ni siquiera pudieron franquear la red hacia afuera. La actividad bombardera se incrementa, si puede decirse, a medida que la red va quedando casi en seco.
Cuando por fin el copo descansa al aire libre, a centímetros del agua, rebosa de lisas en loco alboroto. Mi papá y yo no salimos de nuestro asombro y admiración ¡Eso sí que es un juego de equipo! Ingeniosos y envalentonados, los nipones repiten las redadas unas cuantas veces más, siempre cosechando montones de lisas. Incluso se dan el lujo de devolver al agua toda otra especie, excepto los lenguados y los pejerreyes. Tontos no son, está claro.
Despuès de esta experiencia, con frecuencia veo a los aficionados veraneantes que pasan sus trasmallos y me resulta divertido que, una y otra vez, tropiecen con la misma piedra: mientras van cerrando la red, y cuando ya gritan eufóricos anticipando la exitosa redada, las traviesas lisas les hacen pito catalán saltando en el ultimísimo minuto cual misiles plateados, y dejándolos burlados e impotentes. Eso sí, cornalitos, roncadoras y hasta algún gatuzo, sin dejar de mencionar más de un cangrejo, les quedan como premio consuelo, como diéndoles “seguí participando”.
En secreto, y conteniendo a duras penas la sonrisa, me pongo del lado de ellas y las aliento, agradeciéndoles por el buen momento que me hacen pasar. Al mismo tiempo, con un equipo de caña y frontal sumamente liviano y lanzando dentro de la primera canaleta, capturo unas cuantas burriquetas, que demuestran una vez más que nada tienen que envidiarle a las bogas en lo que respecta a lucha sin cuartel –kilo por kilo aún más que las mismísimas corvinas-, y todo esto ante la vista decepcionada de los esforzados trasmalleros, incapaces de lograr siquiera una (y ni hablar de las lisas, desde luego), aunque reiteradamente y con impunidad pasen ciegamente su artilugio barriendo mi coto de pesca, obligándome a levantar la línea mientras los bendigo, por supuesto no con mis mejores deseos de salud, paz y prosperidad.
Qué otra cosa puedo hacer sino divertirme con ellos y su cansadora, reiterada y obcecada frustración. Es una faceta que llevo dentro de mí, oculta, como si el inefable Jaimito fuera mi otro yo.
Alberto Enguix
Nota del Autor
Estamos hablando de 1952 o 1953, cuando San Clemente era una sucesión de médanos enormes que atropellaban en dos o tres horas a las pocas casas de material que había, al punto de llegar hasta su azotea y desbordarla incluso del lado de barlovento (que era el viento que había motorizado a las dunas), y ojo, las calles eran de arena, los sulkys-taxis tenían gomas de automóvil por tal causa y el camping del ACA, con una lluvia fuerte, se inundaba a punto de terror). Pero había un cine, al que íbamos cada uno con su banquito y una linterna, porque no había alumbrado público y volver de noche podía ser una experiencia digna de recordar en plena oscuridad, de haber luna nueva o nublado total. El camino desde la ruta 2 era de una sola trocha, de auténtica tierra, de modo que un aguacero fuerte era suficiente como para incomunicar a San Clemente por un par de días, aunque era práctica bastante común cortar alambrados y baypasear los tramos intransitables. Los micros Río de la Plata y Solmar, que hacían el servicio de pasajeros y encomiendas llevaban siempre a bordo una cizalla a tal fin, y si había vuelta encontrada en la ruta embarrada y no se disponía de cuartas de caballos a tal fin (de alguna estancia cercana), cada cual disponía de media huella, aunque imagínate que si no se trataba de un jeep, o un Chevrolet canadiense de la guerra, los 4x4 no eran habituales. Pero pescábamos unas corvinas negras de 20 y hasta 35 kilos con reeles Pescador 223 o 350 y nylon del .60. Lo “normal” eran de 9 a 15 kilos. Valía la pena ir a veranear allí, a pesar de las privaciones.
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